
Superestar – Un boquete en tu inconsciente
Superestar es una serie importante para mí. Voy a intentar explicar por qué.
Tengo 33 años, lo que quiere decir que el tamarismo (esa erupción de anormalidad feliz que secuestró España con la llegada del siglo XXI, a medio camino entre la venganza trash de unos outsiders que asaltaban la frecuencia de los 40 principales desde la cara B de lo normativo, como heroicos desestabilizadores de una estética del gusto, y la crueldad impuesta por un escaparate televisivo demasiado parecido a las ferias de curiosidades de los circos ambulantes), me pilló en el tránsito que va desde el fin de la infancia hasta el inicio de otra cosa que no es infancia ni pubertad (esto va más allá del body horror preadolescente) y que ningún psicólogo del desarrollo humilde (si es que existe tal cosa) se atrevería a etiquetar más allá de con un encogimiento de hombros, un achinamiento de ojos y un balanceo de manos bailando palma arriba sobre el soniquete de una interjección (quizás «eh», quizás «uhm») con puntos suspensivos. El apetito de extrañeza que suele dominar el compás de espera hacia la adultez precoz, un ansia animal por conocerlo todo y cuestionarlo también todo, se rendía así ante la perplejidad de aquel freak show en movimiento. Después de una educación emocional entregada a la épica del niño raro, Tamara y su troupe se insinuaban como materialización de los Frankensteins y Chicos Ostras que en el imaginario infantil embaldosaron un camino de empatía por el monstruo. Y aun más: el hechizo de su abordaje en un mundo de superficialidad tan aparente como neutralizada –el mundo de la tele, de las revistas: el mundo de los famosos– despertó en mí la necesidad de penetrar la segunda fase de mi formación explorando los márgenes de cierto estado de las cosas, de cierto gotelé cultural que entonces aún no sabía que se llamaba mainstream. Se puede decir, por consiguiente, que aquel niño de 11 años hizo el recorrido inverso al de tantos españoles: donde muchos quisieron ver en Tamara un personaje de John Waters que se colaba de repente en los programas de máxima audiencia, yo descubrí el cine de John Waters gracias al tamarismo, guiado por las palabras de algunos cronistas (pienso, por ejemplo, en Jordi Costa o Jesús Palacios) que reivindicaban lecturas del fenómeno alternativas a la superioridad moral o la burla fácil, y se convirtieron, para mí, en primeros prescriptores de contracultura.
La interferencia del tamarismo en la actividad sísmica de aquella España monocorde supuso un estímulo vivificador, que me ayudó a entender lo que era el buen y el mal gusto para después invitarme a desafiar con energía el perímetro impuesto por semejantes categorías de consenso. Por eso nadie podría juzgar el recelo de los early believers del movimiento cuando Javier Calvo y Javier Ambrossi decidieron aplicar a aquel episodio de nuestra cultura pop el tratamiento del biopic de prestigio (tendencia inaugurada por ellos mismos con la seminal, meritoria, vigorosa y, al menos para mí, algo discutible Veneno); Tamara no necesitaba ser reivindicada ni disculpada ni ceremoniosamente investida en el panteón de los iconos aceptables por la vía de la beatificación, y nuestras cejas tenían sus motivos para estar en guardia. O no los tenían, en verdad. Lo que acabaron haciendo Los Javis fue algo más sabio: huir del precedente sentado por Veneno (y vulgarizado por sus imitadores) para confiar el proyecto en una visión de autor. Nacho Vigalondo fue el encargado de digerir la documentación reunida por Suma Content (las horas de entrevistas con los dinamizadores del largo carnaval que se alargó del 2000 hasta el 2002) en el diseño de una serie caleidoscópica de seis capítulos autoconclusivos (seis pequeñas pelis, en realidad) contados desde el punto de vista de cada uno de sus protagonistas. Esquivar la linealidad y abrazar el delirio subjetivo como punto de partida es un movimiento inteligente para dotar de carisma un biopic que no se parece a ningún biopic (de hecho, podemos decirlo ya, la serie no es un biopic), y, a la vez, la única ruta posible para adoptar a Paco Porras, Tony Genil, Leonardo Dantés, el Arlekín, Loli Álvarez, Margarita Seisdedos y Tamara como antihéroes. Si aquella España los miraba desde arriba (desde el graderío mental de un coliseo romano en llamas) y la tentación de la televisión contemporánea llama a mirarlos desde abajo (como monigotes de un espectáculo antropófago resignificados ahora en mártires gracias a la nueva sensibilidad de época), Vigalondo optaba por otro excitante ángulo para su particular balada de los monstruos: más que los ojos (a fin de cuentas, una ventana al exterior), las cabezas (un túnel hacia el interior) de sus objetos de estudio.
La altura del punto de vista no es un detalle anecdótico en el estatus autoral de la serie. Para intentar explicar por qué, basta remitirnos a una obra reciente de su director. Si La alarma (episodio de la segunda temporada de la iteración más reciente de Historias para no dormir) cuenta la historia de unos personajes que se convierten, a su pesar y de manera inadvertida, en protagonistas de un reality show extraterrestre a manos de unos demiurgos que manipulan cruelmente su realidad para crear conflictos entre ellos y nutrirse de entretenimiento, Superestar bien podría ser su negativo: la historia de unos personajes que crean conflictos artificiales para convertirse en protagonistas de un reality show nacional, pero contada desde las obsesiones de cada uno de ellos. Dicho de otro modo: el espectador se adentra en La alarma con la pureza objetiva del observador imparcial de ese teatrillo organizado por unos marcianos sedientos de contenido, y empatiza con un grupo humano cuyo terror proviene de estar siendo observados como hámsters por una multitud cósmica, mientras que en Superestar nos zambullimos en la psicosis privada de unos perdedores, de unos outsiders, cuyo gran miedo es no ser observados por absolutamente nadie, y luchan con todos sus medios por tratar de colocarse en el escaparate de los marcianos (ese Tiempo de marte que resucita el espíritu de Crónicas Marcianas en la frecuencia de Los felices veinte). Las cabezas calientes de Gestmusic nos invitaban a ver el plató de Javier Sardá siempre desde arriba, en coherencia con su modelo de espectáculo; el ejercicio de Vigalondo pasa aquí por preguntarse qué ansiedades nublaban el interior de unos hámsters que necesitan la mirada del otro como si fuera droga. Superestar es una serie importante para mí, o sea, porque el tamarismo irrumpió en escena cuando tenía 10 años y no hay nada que dé más miedo a un niño de 10 años que ser invisible. El ejercicio de descomposición moral al que se sometieron Tamara y sus satélites pudo ser divertido, degradante o dantesco, pero también inequívocamente humano, y aquí se retrata las insuficiencias y los destellos de su breve fama con el rigor artístico que exigimos a la buena ficción.
En su afán por encontrar un lenguaje apropiado para este desafío, Vigalondo deja aflorar, ya en el primer episodio, una colección de recursos expresivos bellísimos (la mano de Tamarita como riel para su transformación en Tamara; una ventana que de pronto se revela como plano subjetivo de Margarita, con quien convive en el mismo encuadre) que marcan la pauta de una serie eminentemente visual. Nada se subraya y no hay ni un solo pedazo de información hipotecado a la cháchara expositiva; muy al contrario, la serie despliega ante nosotros un mapa simbólico lleno de pistas falsas para llegar al conflicto esencial de cada personaje. El director se reparte la tarea con Claudia Costafreda, responsable de la otra mitad de los seis episodios, en una armonía favorecida por la personalidad de cada capítulo. El episodio dedicado a Margarita Seisdedos (quien falleció aquejada alzheimer) es un drama maternofilial pasado por el tamiz de una mente fragmentada, al estilo de otros retratos de psiques descompuestas como Repulsión o Spider; el dedicado a Leonardo Dantés se sirve del referente de Jekyll y Hyde para ponerlo al servicio del retrato melancólico de un artista dividido en dos ejes, el comercial y el fiel a sí mismo, como Adaptation o Barton Fink; la historia de Paco Porras (personalmente, mi favorita) es el clásico thriller conspiranoico en el que un pobre diablo se ve involucrado, a su pesar y al mismo tiempo con entusiasmo, en una misión de venganza en la que él mismo es el peón; la alianza entre Arlekín y Loly Álvarez nos es contada como la relación tóxica y condenada entre dos conjuntos vacíos que necesitan el espejo del otro para completar su identidad; Tony Genil protagoniza un Jo, qué noche poblado por los fantasmas de su propia leyenda que deviene en viaje frustrado al Oz del ruedo celtibérico; y el emotivo cierre dedicado (al fin) a Tamara usa el arquetipo del doble suplantador de Dostoyevski (tan fértil para el cine de género, como prueban las innovaciones recientes de Severance o La sustancia) para enfrentar a la gran musa de la serie con los deseos y las lamentaciones de su superyó.
Superestar es una suma de decisiones artísticas contraituitivas y afortunadas. Por ejemplo, no deja de ser hermoso que, para habitar la cabeza de sus personajes, Vigalondo incurra en uno de los motivos más insistentes de su imaginario: el piso. Quizás por sus orígenes como artesano de la ciencia ficción low-fi, quizás porque la habitación desconchada es el refugio por excelencia del niño introvertido, éste es el segundo proyecto consecutivo en el que el realizador se fuerza a sí mismo a imaginar un inconsciente para sus personajes y acaba confinándolo en pisos. Daniela Forever, su última película, trata sobre un hombre que se somete a una terapia basada en la inducción de sueños lúcidos que él mismo sabotea a base de soñar, una y otra vez, que está en casa con su novia fallecida. El inconsciente de las almas rotas de Superestar se despliega ante nosotros de manera recurrente, también, en el interior noche. No sólo sus protagonistas se sueñan a sí mismos en habitáculos que encierran el secreto de la culpa en forma de recuerdos, dobles maléficos o constructos de la fantasía dotados de pronto con vida propia, sino que los interiores ajenos en los que se cruzan sus historias son espacios liminales a medio camino entre dos mundos, como esa pensión Paradai’s que reinventa el Overlook por medios cochambrosos o esa sala Clearance convertida en el Roadhouse de Twin Peaks para las invocaciones musicales. Esto no quiere decir que Superestar reduzca su universo a un eco de cámara mental; el Madrid de la serie es también un personaje propio pero, con su geografía trenzada de tótems mágicos y umbrales de fantasmagoría, se parece más al Northampton de la novela Jerusalem (no es la única deuda de Vigalondo con Alan Moore) que a una capital reconocible. Uno de esos tótems, el ladrillo vinculado a Margarita Seisdedos como un horrocrux, empareda hasta tal punto la psique de Tamara que, cuando su personaje se ve abocado a enfrentarse con la estructura de sus reglas morales, Vigalondo la hace abrir (literalmente) un boquete en la pared.
Y ese compromiso, además de funcional para llevar un biopic imposible al territorio de la ciencia ficción, es profundamente inspirador. A las criaturas del tamarismo no se las respeta más por retratarlas de manera unívoca como víctimas de una trituradora mediática –algo que sin duda fueron– o perversas operadoras de la misma a título lucrativo –que ídem–; se las respeta asumiendo su condición sinuosa y jugando con ellas desde el territorio de la imaginación. Yo apenas había prestado atención a la televisión pop, digamos, cuando las vi aparecer por primera vez delante de mí, con 10 años. Hoy me gano la vida escribiendo para una de esas revistas que vieron colonizada su apología de la hipernormatividad con la irrupción de aquel catálogo de disfuncionalidades. Superestar es una serie importante para mí porque la única forma de hacer justicia a aquel fenómeno, si de verdad se piensa que hubo algo de literario en él, es crear una poética propia para contarlo.