Oh Canada – La vida en el corazón del otro
Cualquier seguidor de Paul Schrader –de su cine, pero sobre todo de su increíble muro de Facebook– sabía que era cuestión de tiempo que hiciera una película sobre la cultura de la cancelación. Pero, y aquí viene lo interesante, también lo bonito, nadie estaba preparado para que su aportación, esta Oh Canada escurridiza, fuera tan sutil y contraintuitiva. (Tan sutil y contraintuitiva, cabe decir, que pasó sin pena ni gloria por Cannes: da igual; la gente lleva toda la vida equivocándose con el autor de Mishima, una vida en cuatro capítulos.)
Fiel a su corpus moral y al tempo de esta traca más o menos epilogar del último tramo de su filmografía, Schrader afronta la confesión de su protagonista –el mejor Richard Gere en muchos años– desde el anticlímax. Es una autocancelación inscrita en modo de confesión católica ante una medium sacerdotal, intermediaria divina de su monólogo –Uma Thurman–, y un Dios que es la cámara pero que también somos nosotros. Ya dice el papa Francisco que confesarse es poner la vida en las manos y el corazón de otro, que actúa por medio de Jesús. Partiendo de una novela de su colega Russell Banks, Schrader va a lo suyo y moja el pan donde le interesa, esto es, donde siempre: en la redención imposible de un pecador, en este caso un farsante profesional. Toda la conversación contemporánea de la cancelación opone la imagen pública de los ídolos de nuestra cultura a su conducta privada e inmoral; es un destape indeseado del iceberg de prestigio que muestra la celebridad. En Oh Canada, Schrader invierte la fórmula y ahonda en la confesión inesperada de una suerte de santo civil que estaba a punto de recibir su último homenaje. Este suicidio reputacional desnuda las miserias y las mentiras sobre las que su protagonista erigió una carrera amparada en la fama de las buenas obras. Un acto poético representado sin histrionismos, sin subrayados y con honestidad. O lo que es lo mismo: un (auto) retrato moral sin moralina.
La propuesta íntima de Schrader coge forma cuando dialoga con la épica de clásicos fordianos sobre la tensión entre mito y verdad –Fort Apache, Liberty Valance– con recursos antagónicos, sirviéndose de una escritura visual humilde que, sin embargo, no renuncia a la expresividad –ese canjear continuo entre Richard Gere y Jacob Elordi– propia de los mejores prosistas líricos. Donde muchos verán –ya lo sé, y ya lo lamento– el murmullo de un viejo chocho que ha contado ya cien mil veces la misma historia, yo veo una Pequeña Novela Americana en formato río escrita con la cabeza y filmada con el corazón.