Nosferatu en la cama de Laura Palmer
Uno entra a un remake de Nosferatu esperando ver en ella muchos remakes –muchos reflejos, muchas rimas, muchas ondas expansivas–, que pueden ir desde lo literal –cualquiera de las decenas de adaptaciones de Drácula mitificadas por la cultura popular en los últimos cien años– a lo simbólico –el vampiro es un icono poderoso en un presente traumatizado por la tiranía inmobiliaria de los rentistas–, pero reconozco que no esperaba ver en la versión de Robert Eggers una actualización del martirio de Laura Palmer. Sí, el Nosferatu de 2024 es un remake encubierto –otro más– de Twin Peaks: fuego camina conmigo.
Pero antes de llegar a eso, antes de llegar Al Tema, pongámonos en antecedentes.
Confieso que no las tenía todas conmigo cuando hace dos años y medio se anunció que Robert Eggers iba a hacer una nueva versión del clásico de Murnau. Mi apetito draculiano se acababa de saciar con la más que coqueta reimaginación de la novela de Stoker servida por Mark Gatiss y Steven Moffat para la BBC, mientras que la última película de Eggers, esa portada de un disco de death metal vikingo borracha de épica shakespiriana de función escolar llamada El hombre del Norte, no acababa de resolver en mi cabeza las dudas que su (indiscutible) talento ofrecía en sus dos primera películas al darse la mano intensamente con una solemnidad quizás demasiado cercana a la pedantería. (El faro, por ejemplo, me hipnotiza; es sugerente, es perturbadora; pero a veces, también, parece un remake del episodio de Los Simpson en el que Homer y el señor Burns se quedan atrapados en una cabaña, lo que no tiene nada de malo si este remake en concreto no estuviera dirigido con la ampulosidad lírica del Barney Gumble de «no lloren por mí… ya estoy muerto».)
Las declaraciones de Eggers prometiendo una obra trabajada desde la «fidelidad histórica» –¿fidelidad histórica a qué?– y mencionando una larguísima lista de referentes en la que no había ni una sola adaptación de Drácula –¡señor!, ¡esos aires!– ayudaron a ponerme más en guardia todavía. Por eso me resultó tan emocionante asistir a los 132 minutos de su Nosferatu en un estado ininterrumpido de éxtasis. Aparte de ser la primera de las películas de su director en la que la forma no va nunca antipáticamente por delante del fondo –no estoy necesariamente en contra del formalismo, pero sí cuando se ejecuta con inmoderada frialdad–, esta catedral de terror gótico se las arregla para ser personal en su poética, algo notable si tenemos en cuenta que está adaptando el libro más adaptado de la historia. ¿Y cuál es esa poética? Bien: aquí empieza a vislumbrarse El Tema. Si Murnau filmó el canto del cisne del expresionismo alemán y Herzog utilizó la coartada de un cuento de fantasmas para hablar de la decadencia de Europa, Eggers ha hecho una película de horror moral sobre sexo y poder, sobre cómo el sexo neutraliza el poder y viceversa; sobre cómo ambos corrompen la inocencia y son al mismo tiempo necesarios para salir de ella, para crecer. Es decir, uno de los grandes conflictos de nuestro tiempo. Será casualidad, pero no deja de ser llamativo que, en el mismo año, Lily Rose Depp haya puesto cara y cuerpo a dos historias paralelas sobre mujeres asediadas por una bestia repugnante que las vampiriza hasta poseerlas de tal forma que ella invierte su relación tóxica para acabar sometiendo al depredador mediante un súbito empoderamiento sexual: primero esa joya incomprendida llamada The idol y ahora este Nosferatu necrofílico y perverso.
A través de una gramática provocadora, que mezcla ecos de Caspar David Friedrich en sus composiciones más desatadas con numerosos planos frontales de sus personajes en las secuencias de diálogo –continuación natural de la inquietud telepática del vampiro protagonista, que habla directamente al espectador tanto en sus apariciones como en la infecciosa teatralidad de los planos/contraplanos de los personajes a los que atormenta–, Eggers construye una atmósfera enfermiza capaz de sostener la película por sí misma. Su monstruo, además, es el Drácula más vil y sin coartadas que hemos visto nunca: «I am an appetite, nothing more», adiós a los «océanos de tiempo» y al romanticismo condenado por parte de un Orlok que comete infanticidios de tres en tres. Bien, todo esto ayuda a dar personalidad a su propuesta, pero lo que la hace verdaderamente estimulante es algo que me pasó inadvertido al ver la película por primera vez –más que pasarme inadvertido, sentí la música sin llegar a entender lo que decía la letra– y que me señaló después la periodista Raquel Piñeiro, al comentarla: «Creo detectar una sutil lectura en subtexto de relación abusiva con su padre, podría uno montarse la película (nunca mejor dicho) de que Nosferatu representa el fantasma del incesto». Raquel comentaba esto como un elemento más del encanto de la película, pero yo he convertido ahora ese topping en el yogur de mi obsesión.
En efecto, la única novedad bruta que el Nosferatu de 2024 incorpora a su relato, por lo demás rigurosamente cosido en lo argumental a Murnau, es la intrahistoria de Ellen Hutter como invocadora desde su niñez del conde Orlok. Y el hecho de que Eggers vaya más lejos que Murnau y Herzog en la escenificación de su sacrificio final, atreviéndose a mostrarnos a Orlok y Ellen manteniendo una vomitiva sesión de sexo al amanecer, me remite de forma inevitable a Twin Peaks. Ese momento cumbre, es, de hecho, un mash up imposible entre la escena de Fuego camina conmigo en la que que Laura descubre el rostro que se oculta tras la máscara de Bob y el propio final de la película, en el vagón mugriento de un tren abandonado, cuando Laura se pone el anillo de la cueva del búho, siguiendo las súplicas del Mike –alias El Hombre Manco–, y obliga a su padre a matarla. Otro sacrificio, paralelo al de Ellen Hutter, pues Leland/Bob lo que quiere de verdad es poseerla –entrar en ella, adoptar su cuerpo y su apariencia–, y Laura, para evitar esa corrupción absoluta de su identidad, decide entregar su vida. Ellen, en cambio, entrega su cuerpo y su vida a Orlok para «redimir a la humanidad y librarla de la plaga», en palabras del profesor Von Frantz.
¿Y quién es, si no, Von Frantz, más que El Hombre Manco de esta historia? Obcecado némesis de la Bestia que guía en las sombras de lo Oculto a la doncella acosada para beneficiarse espiritualmente de su sacrificio. La sexualidad de Ellen, entumecida por un matrimonio aburrido con un hombre que no la satisface, vibra de un deseo mórbido que se la culpa cristiana asimila al horror de aquel primer abuso de la infancia. La ciencia médica trata ese anhelo como histeria femenina, despreciándolo, y sólo un doctor del inconsciente como Von Frantz puede encontrar el origen verdadero de esa maldición. Y sólo al tomar control de esa sexualidad que es al mismo tiempo origen de su tormento Ellen puede deshacer el encantamiento.
¿Una lectura problemática? Desde luego. Pero una lectura problemática que hace la película más jugosa, y sexy, de lo que sería como mero objeto decorativo y sublimación estética del gótico germánico. Esto es lo que da vida al Nosferatu de 2024, por más que escape a las intenciones directas de Robert Eggers. El protagonismo perverso de su Ellen hace que la interpretación de Lily Rose Depp –verdadera estrella de la función, sin desmerecer a Bill Skarsgard, Nicholas Hoult o Willem Defoe, todos magníficos– esté más cerca de la Isabelle Adjani de La posesión –adúltera viscosa y entregada al abismo– que del Nosferatu de Herzog. Una complejización del monstruo como vehículo del deseo traumático que da alas a esta adaptación como obra con discurso y erótica propia.